Leyenda de la garza mora (Final)

    Al sábado siguiente, la cónyuge del aristócrata, organiza una cena. Entre los invitados, estarían sus padres; el mejor amigo de su esposo, quien tenía similar cosmovisión que el noble; dos empresarios y el sacerdote.
    Carmen fue instruida por su ama, en todos los detalles concernientes a los agasajados; los cuales, fueron cumplidos escrupulosamente por la nueva cocinera.
 El suegro, rápidamente ve como su yerno, embelesado, observa a la joven y ella sutilmente devuelve la mirada.       Después de la opulenta velada, Alfredo, el amigo del aristócrata, pide conocer a quien, con tan buen gusto y habilidad, preparó los manjares que deleitaron a los comensales. Cuando Carmen aparece, todos quedan obnubilados ante tanta belleza.
    Antonio de Melo, el suegro, comienza a urdir un plan. Como primer paso, ordena a dos de los esclavos de la casa de su hija y de su total obediencia, mantengan vigilados a su yerno y a la cocinera. Estaba confiado que muy pronto, aumentaría sustancialmente su patrimonio.
    En un momento en que la mujer estaba fuera de su ostentosa residencia, el aristócrata va a la cocina. La joven estaba preparando la comida, en los primeros pasos. Cuando ve al señor, lo saluda reverencialmente; el hombre, con un gesto le indica que no lo salude de esa forma.
   Comienza a conversar con Carmen. Ella con pocas palabras, a medida que la charla se extiende, va ganando en confianza y la conversación se vuelve más fluida. La joven le cuenta su vida partida: la alegría de su infancia y primer adolescencia, la tristeza de su alma desde que los bárbaros la capturaron.
    Carmen miraba con indisimulable admiración a quien le había devuelto la esperanza en su vida. El hombre, encontraba en esa mujer, lo que su corazón silencioso siempre estuvo buscando sin saberlo.
   Era inevitable que estas dos personas se fundieran en un amor, a la vez clandestino, pasional, puro, esperanzador…
    Así, la princesa azabache y el aristócrata tricolor, comenzaron un amor tan idílico que fue la envidia del propio Cupido.
    La mujer sospechaba que algo sucedía, nada hacía para impedirlo, aunque no sentía amor alguno por su esposo, le tenía un respeto mayúsculo, conocía bien su espíritu honrado.
   Quien no hacia mediar sentimientos, era su padre; el ignorante y oportunista, ahora convertido en rico influyente. Sus obedientes esclavos, le contaron lo que sucedía entre su yerno y la esclava cocinera.
    Rápidamente, informó semejante sacrilegio al sacerdote y al representante del poder político local, con el objetivo de iniciar un expediente que, llevara al adultero yerno a una condena ejemplar.
    Su hija, enterada de las patrañas de su padre, habló con su esposo para ponerlo en conocimiento de la situación y que estuviera preparado por lo que pudiera sucederle. El aristócrata quedó sorprendido por la confidencia de su consorte a quien agradeció su franqueza y honestidad, pidiendo las disculpas del caso.
    Habla con Alfredo, su amigo de toda la vida, le pide que esconda a Carmen hasta tanto pase todo y así, luego reencontrarse y empezar una nueva vida alejado de esa sociedad hipócrita en que viven. Alfredo, acepta sin ningún reparo y sin decirle a qué lugar llevará a la joven azabache.
    En la doble moral de esa sociedad de tinieblas, se podía cualquier cosa, menos, enamorarse de una negra; eso era imperdonable. Romper la institución matrimonial consagrada por la Santa Iglesia Católica por ese motivo, debía ser castigado de forma tal, que nadie, en ninguna otra ocasión, se atreviera a semejante osadía.
    Los poderes eclesiástico, económico y político, con suma celeridad, procedieron a juzgar al noble adultero y sacrílego.
     La pena de muerte en el cadalso público, fue rápidamente fue cumplida.
   Los restos del aristócrata, al atardecer, fueron enterrados míseramente a unos metros del paredón del cementerio, solamente con la presencia de su esposa y su amigo.
    Al amanecer, cundió el alboroto; en la tumba había un ave de aspecto señorial, con los colores que usaba el noble, observando a todos los que se habían acercado. Hasta el cura llego a presenciar la asombrosa escena, acompañado del suegro del ajusticiado. El ave, al verlos, levantó vuelo elegantemente dirigiéndose a las alturas de un cielo límpido, previo paso por las cabezas opacas de los dos espantados verdugos.
    Alfredo, cuidó de la joven como a una princesa. A pesar del exquisito trato recibido, Carmen, nunca pudo olvidar al amor de su vida, lágrimas de diamante caían por sus mejillas todas las noches, hasta que en una de esas interminables ausencias del sol, sus ojos se cerraron para siempre, buscando la paz que le habían despojado.
    Dicen que a la garza mora, siempre se la suele ver a las orillas de alguna laguna, con su vista perdida al infinito, esperando, infructuosamente, volver a ver a su amada.
                                                                                                  Libro "Aves con Historia"

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